¿Usted tiene que recordar las veces que se lo dije? ¡Pero nunca me escuchó! Le insistí de todas las formas. Le dije que no estaba bien, que eso que usted hacía era malo, pero usted sólo lo hacía. Nunca me escuchó, ni siquiera hizo un esfuerzo por entender. Sólo lo hacía. Recuerde que le insistí y ya no hice nada más hasta que pasó lo que pasó.
¿Se acuerda cuando yo era niña? Tenía diez años y mamá se esforzaba para que yo fuera limpia al colegio. Si la falda del uniforme tenía un rotico, ella lo remendaba con paciencia y en silencio. A veces llegaba de la escuela y la encontraba con toda la calma del mundo, dale y dale con un cepillo a mis zapatos blancos de goma, aquellos en los que la tela ya estaba comida de tanto uso.
Mamá agarraba mi ropa y la planchaba. Se preocupaba para que estuviera alisaíta y después daba un paso a eso que se llamaba cocina para cocinar algo para llenar el estómago. A veces eran dos arepas rellenas con cualquier cosa, y a veces sin nada, sólo con mantequilla, una para ella y otra para mí. Después se sentaba conmigo a hacer la tarea. Las dos metíamos las piernas bajo la mesita, yo me sentaba en la banquetita y ella en una lata vacía con una tabla encima para que doliera menos.
Ahora recuerdo bien aquella mirada de mamá, era triste. Siempre era triste, como suponiendo que la desgracia le llegaría en algún momento, ¿verdad padre? Porque ahora me doy cuenta que la desgracia comienza cuando a uno le toca viví’ en la pobreza, pero quiere viví’ diferente. ¿Usted recuerda el ranchito donde vivíamos? Mamá lo había ido acomodando con aquel sueldo miserable que ganaba como mantenimiento del hospital. El sueldo nunca le alcanzaba. Y pa’colmo usted tampoco la ayudaba. Mamá se rebuscaba la plata haciendo rifas y jugando bolos. Con las ganancias comenzó a arreglá’ la casa. Entraba una platica y compraba unas planchas de zinc. Entraba una platica y compraba unos bloques; y después unas cabillas… y las piedras para el relleno y el cemento para poner el piso. Y usted padre. ¿Cuándo le dijo para ayudarla, aunque fuera a poner planchas de zinc, o pegar los bloques a pesar de que eso que se llamaba cuarto, donde usted dormía con ella, le caía el goterón cuando llovía, justo en sus pies? ¿Qué hacía? Rodaba los pies y ponía una lata para que atajara las gotas. No importa las veces que se parara en las noches para botar el agua del balde. Usted no hacía eso, ni hacía nada. Para beber aguardiente sí tenía tiempo, para regañarla y armarle pe’o… eso sí ¿Cree que no me acuerdo? Cuando la veía llegar con sus compras para arreglar la casa, le decía: «¿para qué compraste esa mariquera?». Ella se quedaba callada. Era como esas cosas de mujeres que, ahora, yo de grande entiendo. Tener su casita bonita aunque fuera pobre, aunque fuera pa’ lucí’cela a sus vecinas. Con el tiempo le puso las paredes, le hizo las divisiones, luego la cocina, puso el techo y al baño se le instaló la poceta, el lavamanos y la regadera; pero pintado de blanco, hasta se vía bonito después de tener aquel cajón de madera sobre el séptico en el que nos sentábamos a hacer las necesidades. Recuerdo la expresión de mamá cuando toda la casa estaba lista, se quedó mirándola con aquella cara de alegría y dijo: «ahora, sobre este cemento feo tengo que echá’ cerámica»… Pero no le dio tiempo.
Claro. Qué le iba a dar tiempo con aquella tragedia que le cayó encima. Usted tiene que acordarse, porque ella se lo contó ¿Cómo que qué le contó? Que un día llegué yo de la escuela con una toalla sanitaria que me habían dado. Allá la maestra nos explicó para qué era. Yo no entendía nada de eso del mes, eso que contó la maestra sobre la sangre y la menstruación. Solamente me quedé mirando la toallita y me daba cuenta que por primera vez tenía una almohadita para mi muñeca. Qué pendeja es una de pequeña ¿Verdad, padre? ¿Usted no se acuerda de mi muñeca? Pues debería tener memoria para eso, porque el día que mamaíta me la compró usted le formó un lío porque había gastado esa plata. Mamá se quedó callada mientras usted protestaba. Claro, como siempre, estaba bebido, porque usted, plata para la casa no tenía, pero para caña sí. Y a veces la pea era tan grande que llegaba rompiendo los poquitos corotos que usted nunca compró.
Un día le dije a mamaíta que me dolían los pechos y yo notaba que estaban más grandes. Mamá me preguntó que si no me salía nada por abajo. Nunca se me olvida ese día porque faltaban dos para que yo cumpliera los once. Ella se sentó conmigo y me explicó todo. «Ahora tendrás lo que los médicos llaman ovulación», me dijo. «Y después viene la menstruación», me dijo. «Cuando eso te ocurre estás lista para parir», me dijo. «Así que no debes permitir que los muchachos te vayan a manosear», me dijo.
Pero usted, padre, debe recordarse bien, porque yo escuché en la noche cuando mamá le contó que me iba a desarrollar. Lo demás es cuento, padre. No debería recordárselo porque usted debe recordarlo bien. Aquel día cuando mamá le dijo que me cuidara porque tenía que hacer una diligencia. Se quedó conmigo y lo hizo… y me amenazó, me metió miedo y me dijo que si hablaba sería peor.
Ya la menstruación había pasado dos veces. Y al mes, no vino. Y después tampoco vino, y tampoco… y tampoco. Hasta que un día mamá me vio los pechos muy grandes y me preguntó ¿y la regla? Y no supe qué decirle. Hasta me oriné del tiro, del susto que me dio. Mamá no dijo nada, sólo lloró por mucho rato, quién sabe si de angustia o de tristeza. Ni siquiera preguntó quién había sido, porque ella sabía que yo no salía de la casa. Creo que de una vez supuso que había sido usted. Y eso que nunca supo las noches que se pasó a mi cama mientras ella dormía, o cuando ella salía y usted se aprovechaba, y me obligaba. Yo recuerdo que la arrechera no me dejaba llorar. A vece se me escapaba una lágrima, pero no lloraba, padre, solo me quedaba como una muerta hasta que usted se cansara.
Padre, yo nunca me he podido borrar la imagen de mi mamá… ahí. Muerta, sereniiita sobre la cama con la lata de criolina en la mano. Me dio tanto dolor, porque yo venía triste de la escuela, porque me dijeron que ya no me podían aceptar porque me había crecido mucho la barriga. ¡Venía tan triste! Y llego a mi casa con ganas de llorar a contarle todo a mamá. Ahííí la vi, a mi pobre mamá, tranquilita, con sólo dos lágrimas que le corrían por los ojos. Los tenía abiertos, como pidiendo perdón por lo que había hecho. Tantas veces que le dije: «padre no haga eso». Tantas veces que le rogué y usted me amenazaba pa’ que no lo dijera y que mamá no se diera cuenta y le diera tanto dolor. Pero usted nunca me hizo caso. A veces me pegaba. Siempre me trancó en la casa y no me dejaba salir pa’ ningún lado.
Nada. Ni sé cómo decirle. Enterramos a mamá que ahora me doy cuenta era mi única amiga. Mamá nunca me pegó. Y siempre me trató bien, aunque era ignorante, como yo, que lo poquito que aprendí fue de la televisión y de los noticieros. Al otro día de su muerte, ¿usted se recuerda?, en pleno velorio, que los vecinos hicieron una colecta para enterrarla porque, como siempre, usted no tenía plata y no había pa’ enterrarla. Y la llevamos pa’l cementerio. Yo casi ni lloré porque tenía tanta arrechera aguantá por dentro. Y lo miraba a usted, padre, y la arrechera y el asco crecían… y la barriga también.
Ya hace tiempo que pasó todo aquello, ¿lo recuerda padre? Ya ese niño tiene seis años y va a la escuela. Y yo tengo dieciocho. Y a veces me le quedo mirando, como mi mamá me miraba a mí, y no se si tenerle mucha lástima o quererlo mucho. Hasta se parece a mamá en esa mirada inocente. ¿Cuántas veces se lo dije? «Padre no haga eso que es malo, que Dios lo va a castigá». Pero qué desgracia que usted nunca entendió. Ahora mi vida se fue a la mierda porque no se qué hacer. Pero yo se lo dije, padre, ¿por qué coño no me escuchó?…
Que arrecho, padre… Dios estará allá arriba viendo este cuadro. Es como una película. Los tres en esta camota. El niño a un lado durmiendo. Yo desnuda, sentada contándole todo lo que recuerdo y usted hecho el pendejo ahí, acostao, callaiiito, desnudo también. No dice nada, sólo escucha. Y yo con esa mezcla de arrechera y de tristeza y de angustia, por no sabe qué voy a hacer… y Dios no me escucha, y lloro, sentada, aquí con la cara metida entre las rodillas y usted no dice nada y pronto todos en el barrio se enterarán y vendrán a preguntar, porque desde hace tiempo sospechan. Pero se lo dije y usted no me hizo caso. Más de una vez le dije que algún día esta vaina explotaría porque no era normal. Cuando lo descubran todo, seguro me joderán y usted ahí tranquilito. Claro, qué coño va a moverse después de las dos puñaladas que le metí.
Por Rafael Rodríguez Olmos